A veces observamos (4)


El Consumismo: ambicionando lo vendible

A menudo se decide optar por veinte caballos más en vez de ahorrar cinco mil euros, por veinte metros cuadrados a mayores en vez de disponer de doscientos euros más cada mes o se prefieren cuatrocientos euros más en la nómina a descansar los sábados. Resulta entonces que, globalmente, se cambian los veinte caballos y los veinte metros por la mitad de los días de descanso. Pero cuando llega el domingo se piensa que ojalá el baño pequeño tuviera ventana, que hay que ir después de comer a lavar el coche, porque luego hay cola y, ¡coño! que hay que echarle otros 20 euros de gasoil. Y pronto a la cama...

La perspectiva y la actitud que llevan a tomar estas decisiones son lo que se conoce como consumismo, condicionante de peso en el modo de vida de las personas en él inmersas. Pero, una vez más, antes de expresar las ideas que este apartado pretende, mejor determinar claramente el concepto entorno al cual giran:

El consumismo es la expresión del conjunto de valores y objetivos de una persona cuando se desarrollan entorno a aspectos materiales y comerciables. Este concepto tiene una componente colectiva muy importante, ya que se manifiesta como parte integrante de la cultura de una sociedad entera impregnando gran parte de su identidad y de la cotidianeidad de los individuos que la componen. Las personas inmersas en estas sociedades adoptan las prioridades, los puntos de vista, los valores y proyectos de vida característicos del consumismo, cuyo denominador común es lo material, lo comprable, lo inmediato y lo nuevo. El consumismo identifica el dinero o el capital no sólo con la capacidad de subsistir y cubrir las necesidades, si no con la capacidad de satisfacción y placer a través de los bienes y servicios que con él se obtienen. De hecho, el cubrir las necesidades básicas se obvia y se considera trivial, mientras que la ambición de obtener más se vuelca en las necesidades más allá de las básicas que el entorno imprime en los individuos. Lo significativo para la cuestión de este texto es que esas nuevas necesidades no son fruto de la ambición del individuo, si no derivadas de factores externos a él.

De los aspectos que entorpecen la observación y la manifestación de la identidad, éste es el más obvio y claro. Son frecuentes los debates y las discusiones en los que se rechaza el consumismo y se tacha a las sociedades que lo presentan como enfermas y vacías, expresando a la vez el deseo de erradicarlo. Pero casi sistemáticamente, nadie, ni siquiera quien lo repudia públicamente, está dispuesto a renunciar a su derecho a formar parte de esa sociedad, de renunciar al derecho de comprar lo innecesario, que se ha convertido en artificialmente imprescindible. Sin embargo, y ya que es comúnmente tomado por quienes componen tales sociedades, hombres y mujeres en definitiva, es apropiado señalar qué es hoy, en el año 2010, la sociedad occidental, cuna del consumismo: el acceso masivo a los adelantos que el progreso provee, a la variedad de alimentos, de viviendas, de transportes, de posibilidades de ocio... En definitiva, todo lo que dos generaciones atrás dicen hoy asombrados y orgullosos: “todas estas cosas no las había cuando yo”. Y es que todo el progreso que hoy brilla en la sociedad moderna, del que se enorgullece y muestra agradecimiento cada ciudadano, es fruto del consumismo. Porque el consumismo es el motor del progreso, de la ciencia, del mundo en que el hombre habita, el mundo que ha creado la humanidad, sin saber muy bien cómo ni, menos aún, por qué.

Al estudiar el consumismo se le suele asignar una naturaleza lineal, en la que varias etapas se suceden unas a otras de modo que se parte de un inicio, en el que se encuentra la extracción de recursos y materias primas, y se termina en el almacenamiento de residuos que produce el consumo y fabricación de los bienes y servicios. Así se señala el carácter insostenible del consumismo por extinción de recursos y acumulación de residuos. Es interesante desde el punto de vista medioambiental pero, para estudiarlo desde un punto de vista económico y del papel que el hombre tiene en él, es útil el enfoque cíclico. El ciclo del consumo es muy sencillo: en él, la sociedad trabaja, emplea recursos, tiempo y esfuerzo para obtener los bienes y servicios que consume; la misma sociedad consume para crear la demanda de empleo y necesidad de trabajo y esfuerzo porque al producirse demanda de empleo, gran parte de la sociedad obtiene capacidad de consumo. Y se cierra el ciclo de trabajar para consumir y consumir para trabajar. En esta situación no hay un equilibrio concreto, no hay una tendencia natural, intrínseca al sistema, de posicionarse en un ritmo más acelerado o en uno más lento en el giro sin fin de este círculo, si no que se ajustaría espontáneamente a las necesidades de consumibles y al rechazo al esfuerzo en cada periodo de tiempo. Pero no es completa la descripción de este ciclo, porque no es cerrado: parte de lo que se crea y se consume en cada vuelta al ciclo sale de él. Y se debe a la existencia de agentes económicos intercalados en ciertos puntos del ciclo por los que sale energía potencial de la sociedad que lo mueve en forma de dinero y capital. Estos agentes son bancos, entidades financieras, cargas fiscales estatales y beneficiarios de empresas y corporaciones que constituyen una parte marginal de la sociedad, aún incluyendo a los inversores que sostienen esas entidades, los cuales obtienen una pequeñísima parte del dinero que circula por el ciclo en cada vuelta. Y cuantas más vueltas y más rápido funciona, más irregularmente se distribuye la riqueza y la energía potencial que fluyen por los complejos e intrincados sistemas sociales y económicos, acelerado todo vertiginosamente por la ambición y capacidad de una porción ínfima de la sociedad. El equilibrio de este sistema es inestable: cuanto más rápido funciona, más tiende a acelerarse, ya que, a mayor energía potencial extraída al ciclo, mayor capacidad de los agentes económicos de acelerar el ritmo. Así, como motor del desarrollo, lo convierte en continuamente acelerado, con la consecuencia intrínseca de colocar la riqueza de una sociedad en manos de una ínfima parte de la misma y esforzarse el resto hasta contribuir con su proyecto de vida a tal aceleración. Pero nunca llamará este texto a este desarrollo vertiginoso esclavitud a secas.

Por su parte, el consumismo posee su propio motor, que es la publicidad, el márquetin en sentido amplio como medio de crear necesidad de un producto, no pretendiendo referir únicamente los anuncios de la televisión, si no la transmisión de valores y modelos de proyecto de vida conducentes a la necesidad de cosas que se puedan comprar. Porque tanta o más publicidad hay en los anuncios como en la programación que los adorna, en las calles, en las escuelas, en los lugares de trabajo: personas interactuando para dar y recibir información, que extienden y transmiten los modelos de vida, las seducciones por lo que dispensan en los centros comerciales. Por eso se tiene por obvio que es preferible un coche de 130 caballos a uno de 105, que es infinitamente mejor lo que se puede disfrutar hoy que lo que no llega hasta el próximo mes, que no compensa un ordenador que dure tres años porque dentro de uno ya será mucho peor que los nuevos y que al comenzar el año se quiere renovar el armario y poner ropa nueva, distinta. Y que es malo aburrirse, así que mejor ir a ver una peli con efectos especiales y luego, un kebab. Estos hechos son la manifestación de tales valores y modelos que se imprimen en el potencial comprador, desde el niño hasta el desempleado, pasando por los ancianos solitarios. Y que son la moda, como exaltación de lo efímero y nuevo para justificar la adquisición de algo que ya se posee por haber variado su aspecto, porque cuanto menos dure la satisfacción más frecuentemente se compra; la inmediatez, para no pensar en dentro de diez minutos, para no disponer de tiempo de reflexionar sobre la satisfacción que algo producirá, y adquirir así por el simple deseo inducido de tener; la comodidad, que rechace hasta la más sencilla tarea para vender un mecanismo que la haga automáticamente; la despreocupación, para no sopesar las consecuencias, el trastorno que cause una compra, la condenación de recursos y personas por tal adquisición, y convencerse fácilmente de que todo va ir bien de todos modos. Pero, sobre todo, la distracción, fundamental para no caer en la cuenta de qué se está haciendo, que todo lo que uno pueda desear quede ahogado por entretenimientos que llenen el hueco entre dos jornadas laborales y emplear en algo el dinero que se ha ganado. La televisión, los centros comerciales o de ocio, los viajes de las agencias, las novelas que sin decir demasiado no se pueden dejar de leer... Son todas ellas necesarias para no aburrirse, para estar distraído de lo que está ocurriendo en la parte gratis del mundo, para no mirar adentro y descubrir qué desea uno mismo, porque puede resultar que sean cosas que no se le puedan comprar a otro.

Y este punto constituye el eje entorno al cual gira toda la relevancia del consumismo en este texto, el hecho evidente de que el consumismo aparta de la mirada la identidad del hombre para colocar sus ojos sobre lo comerciable de forma ininterrumpida. Porque el mundo tiene que girar rápido, más rápido, rapidísimo, y las vidas han de emplearse en acelerarlo. Pero cada segundo que pasa un hombre observando quién es, dónde se encuentra y qué pretende es un riesgo de deceleración no asumible; cada instante que desee imprimir su verdad en el mundo que le rodea lo puede alejar del progreso, retardar el crecimiento de la economía. Ésta es la afirmación fundamental y razón de ser de este texto: el sufrimiento es causa de la no observación de la identidad intrínseca y de no manifestarla. Curiosamente, es justo esto lo que evita el consumismo porque quien observa y manifiesta su identidad puede no consumir y no contribuir al desarrollo de sociedad. Sin embargo, una vez más se encuentra una afirmación que se obvia, una identificación que se tiene por incuestionable y, por tanto, no se cuestiona: el ser humano consigue satisfacción por su desarrollo y su progreso. Asimismo, lo que no produce progreso no conlleva a la satisfacción. No es cierto.

Tampoco del todo mentira. Simplemente se ha cometido un pequeño error, una imprecisión fundamental, muy común debido a la naturaleza del pensamiento humano. Es más, el cerebro funciona maravillosamente cometiendo esa simplificación la mayor parte del tiempo, pero hay situaciones que requieren consciencia de ese útil mecanismo para inhibirlo. O llevará a considerables errores. No es habitual observar los propios pensamientos, pero al hacerlo, se cae en la cuenta de que en la consecución de objetivos continuamente se identifica el fin con el medio de obtenerlos, convirtiéndose cada pequeña etapa del proceso global en un subobjetivo. Así, cuando se va al supermercado se elige la ruta que lleve a él dividiendo el camino en hitos que se persiguen individualmente: primero hay que alcanzar la plaza, luego recorrer la calle, atravesar el jardín y cruzar el puente. Y todo el potencial se administra en pequeñas tareas con un rendimiento elevado, a costa de perder la perspectiva. Esto se vuelve enormemente relevante en entornos complejos y dinámicos, donde el supermercado no siempre está en el mismo lugar, o no existe posibilidad de asegurar de antemano qué ruta será correcta, de modo que se puede estar atravesando el jardín para llegar al puente, sin darse cuenta de que uno se está alejando del sitio a donde se pretendía llegar. Ahora resulta que las cosas que el hombre perseguía, que son la satisfacción de sus necesidades, la felicidad, la riqueza de su vida y el disfrute de su existencia, han cambiado de lugar o el camino que recorre, el desarrollo y el progreso, han devenido en un vehículo que conduce por una ruta distinta de la que se pensaba que iba a seguir. Pero si no se toma conciencia de este hecho, de la situación global del proceso, se continúa convencidamente en el camino que se eligió correctamente y que ha devenido erróneo. Y no se puede identificar convencidamente el medio con el fin, porque el progreso se ha vuelto un medio erróneo de llevar a la satisfacción que pretendía.

Tal imprecisión fundamental se evidencia al observar que la clave para obtener progreso acelerado es, no satisfacer las necesidades del hombre, que ya están de sobra cubiertas en el mundo desarrollado, si no crear otras nuevas con el objetivo de satisfacerlas luego y no ofrecer al ser humano capacidad de desarrollar su identidad, si no de negarla e inhibirla para construir en él unos valores artificiales dirigidos a contribuir a la aceleración del progreso. Sin embargo, como se señaló en la “Parte Primera”, la relación con el mundo es fruto de lo que uno mismo es y que la identidad del hombre se expresa en el entorno sin que nada ni nadie lo pueda impedir. Y que “hacemos lo que somos”, y se es mucho más que un sucio montón de valores y ambiciones artificiales, que una vez más, observando lo que uno mismo es, se cae en la cuenta de que son mentira, sólo soplarlos es suficiente para que se esparzan sus cenizas. Así, si se puede hablar aquí de esclavitud, hay que hablar de esclavitud no forzosa porque se puede distraer, pero no impedir la observación, primera y fundamental fuente de poder y responsabilidad: mirar qué se es y dónde se está.

Un sistema complejo es un conjunto de muchas cosa parecidas que interactúan sencillamente unas con otras continuamente, ya sea el flujo de un fluido, internet, la atmósfera, un hormiguero o muchos humanos juntos. Al estudiarlos se observa su estructura y su evolución a partir de la repetición iterativa de las pequeñas interacciones. Resulta que aparecen comportamientos del sistema que no son atribuibles a la suma de los interacciones individuales de los elementos que lo componen y no parecen tener una relación causa-efecto obvia. Se los denomina comportamientos emergentes. Por eso existen remolinos en el agua, internet presenta una evolución no relacionada la que tienen las webs que la componen o los hormigueros adquieren una forma de inteligencia no atribuida a las hormigas que lo habitan, si no a sus interrelaciones. Con el hombre también ocurre. La suma de las contribuciones de cada hombre conduce caprichosamente a sociedades extrañas, que nada tienen que ver con lo que ellos pretendían. No hay conspiraciones ni conspiradores en la sombra tejiendo la vida de millones de personas, lo que se es como sociedad es el capricho de las matemáticas por estar todos muy juntos, muy cerca. Nadie predijo al querer vender todos sus coches, ni al querer todos estar en derecho de comprar un coche como el que tiene el del 3º B, que el destino inevitable sería un ciclo de consumo naturalmente acelerado con agentes económicos extrayendo dinero y energía. Pero se puede creer en el ser humano a pesar de todo, porque es parte de un sistema complejo, pero parte consciente, capaz de observar, tiene acceso a lo evidente, y aspectos de él mismo que van más allá de la lógica, más allá del pensamiento racional que encadena automáticamente ideas. Todo esto constituye capacidad de contravenir la inercia inherente a su carácter material, físico. Porque la inercia es la característica fundamental de lo inerte. Y el ser humano no lo es. Hay que creer en el hombre, de lo contrario, lo único honesto es optar por la extinción.

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