A veces observamos (3)
La
ciencia: convertir en evidente lo manifiesto
De
modo similar a cómo lo ha hecho la religión, la ciencia ha
depositado en el hombre beneficio incalculable, conocimiento que ha
convertido a una especie animal en suceso singular en el planeta y
sus inmediaciones. Pocas cosas le han librado de tanta esclavitud
natural como pueden ser la búsqueda de alimento cada día, el arduo
trabajo de ir de un lugar a otro lejano o el emplear en cada tarea
nada más que su esfuerzo físico. Pero no sólo ha sido librado de
sus esclavitudes inherentes, si no que le ha brindado la capacidad de
conseguir logros maravillosos debido a los cuales se le regala a cada
persona una vida extra porque ya no se viven treinta y cinco años,
sino setenta; se puede escapar de un huracán devastador o de la
erupción de un volcán días antes de ocurrir, disponer de energía
en cantidad abrumadora que mueva casi cualquier proceso imaginable e,
incluso, concebir máquinas capaces de procesar información, también
llamado pensar. Pero, sobre todo, permite al hombre conocer,
comprender, desentrañar el funcionamiento de las partes que componen
la materia que le rodea a un nivel asombrosamente profundo, sucesos
tan diminutos o distantes que jamás verá con sus propios ojos ni
tocará con sus manos y, aún así, los entiende; comprender el mundo
que habita en muchísimos aspectos relacionados con su origen y con
los procesos y evoluciones que lo llevaron a lo que hoy es, sus
continentes y océanos, los seres que lo habitan; comprende el cuerpo
que mantiene su vida y muchos mecanismos del cerebro que sustenta sus
pensamientos y emociones. Y cuántas cosas más... Todo este
conocimiento pone en el hombre sensación de poder, capacidad de
conseguir logros, lo hace más humano, más singular y se ve así
agitado y lleno de ambición de hacer de él mismo más, y seguro de
obtenerlo apoyándose en los escalones construidos, por su ciencia,
bajo sus pies.
Pero,
como la misma ciencia hace, antes de profundizar demasiado en un
concepto y sus implicaciones en el resto de conceptos, es
imprescindible aclarar y acordar con precisión lo que en sí es:
La
ciencia es el sistema compuesto por leyes, o principios, y datos que
explican la realidad en términos de procesos, entendidos como
evolución de estados, diferenciados y clasificados atendiendo a las
leyes que los rigen. Esas leyes y datos, agrupados comúnmente en
teorías, se caracterizan por la capacidad de predecir la evolución
del proceso, inferir estados anteriores al actual y explicar el
estado actual como consecuencia de la evolución de tal proceso.
Estas leyes y datos, concebidas como premisas dentro de un sistema
formal, son comprobables mediante experimentación de modo continuo
conservándose sólo mientras se obtenga el resultado que la
verifique; además de ser todas las premisas verdaderas, han de ser
coherentes entre sí. Todo el conocimiento expresado por la ciencia
ha de ser irremediablemente racional, objetivo y demostrable; es
decir, fruto de razonamientos de ideas encadenadas correctamente
desde un punto de vista lógico que desembocan en conclusiones,
independiente de quién lo observe y obteniendo cualquier individuo
racional las mismas conclusiones a que el resto llegaría. Tal
conclusión requiere, además, ser posible de comprobar
experimentalmente para ser válida y deducir como correctas, en
principio, las ideas en que se apoya.
Así
funciona la ciencia y el conocimiento racional, y de aquí se derivan
sus límites: los límites de la razón, de la lógica, de la
sustentación mediante pruebas. Y la cantidad de conocimiento que
encierran es inmensa, vastísima, quizá infinita, pero, en cualquier
caso, limitada, encerrada entre unas restricciones. Sin embargo, los
avances que en ella se han producido en estos últimos milenios, la
expectación por lo que en ella se pueda alcanzar en las próximas
décadas y, quizá más que nada, la coherencia interna que como
sistema adquiere con cada nuevo descubrimiento, con cada nuevo punto
de vista, hace temblar la capacidad de asombro, insufla seguridad de
que es todavía más justificable confiar en ella esta vez de lo que
fue la anterior. Y esta confianza en ella es tan brillante, tan
luminosamente cegadora que, efectivamente, ciega.
Es
por su extrema fiabilidad, por la maravilla de llegar a conocer algo,
encerrarlo en el entendimiento para deducir qué ocurrirá, cómo,
cuándo y, sobre todo, por qué; verlo y comprobar que,
efectivamente, se pensó correctamente. Y, más que nada, por su
imparable y sólido crecimiento que todo parece abarcar reafirmándose
ella misma, interconectando sus leyes, sus premisas, como figuras de
ajedrez defendiéndose unas a otras para constituir un todo
infranqueable. Esta sensación de completitud, de representación
fidedigna de la realidad y potencial desarrollo apoyado en su gran
coherencia es causa de la identificación entre ciencia y realidad,
entre conocimiento y existencia. Pero esta identificación se obvia,
no se cae en la cuenta de que se plasma inconscientemente en los
individuos y en la humanidad: esta identificación no es correcta.
Debido a la su errónea asunción se afirma que la realidad en su
totalidad es comprensible por la lógica y explicable mediante la
ciencia y, al revés, lo que no es explicable mediante los
procedimientos racionales no existe, es arbitrario, trivial. Así, se
originan un par de situaciones y puntos de vista derivados de esta
humilde imprecisión que limitan considerablemente la capacidad de
conocimiento.
El
primero es el que predispone a la ciencia a partir de un origen que
no siempre es el más apropiado: lo manifiesto, hecho debido a la
identificación anterior en la que todo lo tangible es todo lo real o
conocible, arrastrando así a empezar por lo tangible. Por lo
general, en la ciencia se obtiene conocimiento utilizando el método
inductivo-deductivo, consistente en observar varios sucesos, obtener
la ley general que los gobierna y extrapolar esos resultados para
conocer el curso del proceso en situaciones que en principio parecían
diferir de las estudiadas inicialmente. Esta dirección de trabajo
parte siempre de los aspectos manifiestos de la realidad, del mundo
en que el hombre habita, de las cosas y procesos tangibles con que se
encuentra: tiene como origen lo explícito y se dirige a lo
implícito. Lo importante es señalar aquí que esta dirección, este
sentido de avance tiene un alcance limitado porque se encuentra
sujeto a las torpezas inherentes, al mundo de lo concreto, de lo
palpable, porque está sometido al lastre de los razonamientos
encadenados. En cambio, el camino inverso, el observar lo intrínseco,
lo no palpable, las evidencias que rodean al hombre impregnándolo de
afirmaciones innegables, en donde no se interponen a cada paso las
restricciones de la sucesión de ideas si no que se presentan
espontáneamente al ritmo de la intuición, permite partir de ideas
profundas que se manifiestan en procesos concretos, obtener leyes que
rigen aspectos de la realidad con alcance enorme. Valgan como
ejemplos dos singulares avances que se materializaron en paradigmas
científicos: “Principios matemáticos de la filosofía natural”
y “Teoría general de la relatividad”, obras de Isaac Newton y
Albert Einstein respectivamente. Ninguno de ellos tiene como origen
la observación de aspectos concretos o manifiestos de la naturaleza,
si no que proviene del encuentro con evidencias en la mente de un
hombre. La obra de Newton es resultado de cuestionarse el modo en que
se relaciona el movimiento de los cuerpos con las fuerzas que actúan
sobre ellos. Los conceptos de movimiento y fuerza eran familiares
para el hombre antes de publicarse la obra de los principios
matemáticos, pero se obviaba su determinación clara porque su
relación era evidente. Pero no es suficiente, por eso fue un hito en
la historia manifestarlos, hacerlos matemática tangible: establecer
el hecho innegable de que requiere el doble de fuerza variar la
velocidad de un objeto el doble de pesado y que la misma fuerza que
se aplica sobre él, la ejerce él sobre quien la aplica. Similar
ocurrió con la relatividad, en la que Einstein redefinió la
concepción del tiempo y del espacio por dos sencillas verdades que
todos comprendemos pero que nadie se detuvo a observar tan
profundamente como el popular físico. La primera, que desembocó en
la “Teoría de la relatividad especial”, es la observación de
que, no importa cuan rápido los observadores se muevan, las leyes
que describen su movimiento son iguales para todos ellos; esto
deforma el modo en que cada uno percibe el espacio y el tiempo porque
la luz se mueve para todos a la misma velocidad, reduciéndolos a
relativos al observador, mientras que las leyes son absolutas. Por su
lado, la “Teoría de la relatividad general”, constituye todas
las afirmaciones derivadas de caer en la cuenta de otra sencilla
evidencia: no hay capacidad de distinguir si lo que pega a un
observador al suelo de la habitación es la atracción de la gravedad
o la aceleración de la habitación alejándose de la Tierra. Por
esto y porque las leyes que gobiernan el movimiento son iguales para
ambos casos, se deduce matemáticamente que la gravedad no es más
que la deformación del espacio y del tiempo.
Estos
descubrimientos, hacen honor verdadero a su categoría de
descubrimiento como pocos otros avances han merecido en la historia
de la ciencia. Porque son precisamente, eso, descubrimiento de las
verdades profundas de la realidad en la que el hombre está inmerso.
Por el hecho poco frecuente de partir de lo evidente, de lo que el
hombre encuentra ante sus ojos sin ser su observación fin de una
cadena de razonamientos lógicos, sin necesidad de pruebas ni
demostraciones, si no que es innegable e inmediato; es por este punto
de partida tan elevado que el observador tiene una perspectiva tan
favorable, un alcance tan inmenso. Y este punto de vista es tan
accesible al hombre que casi nunca recurre a él: ha caído en la
tendencia a distraerse en las cosas que puede tocar, que puede
adornar con pruebas y medir con vulgares artilugios.
La
segunda de las consecuencias de la errónea identificación entre
ciencia y realidad, o conocimiento y existencia, es la negación de
la identidad intrínseca del hombre. Esta identidad, como se ha
señalado anteriormente, es evidente y su verificación es inmediata
consecuencia de su observación. Pero su subjetividad y la
inexistencia de pruebas que la sostengan la sitúan fuera del alcance
del conocimiento científico o racional, que se ocupa de aspectos
demostrables y objetivos. Y como dice la errónea afirmación: “lo
que no es conocible por la ciencia, es trivial, no existe.”
Recúrrase a la analogía del coche, citada en la “Parte Primera”
de este texto, en la que el cuerpo es el vehículo, el pensamiento es
el sistema automático que controla, analiza y decide y el conductor
o viajero es la identidad intrínseca; aquí se puede reconocer a la
mecánica y a la electrónica como el conocimiento y explicación de
lo que al vehículo se refiere, el conocimiento de los destinos, de
las rutas y de los lugares reside en el ordenador del coche, pero
nada hay referente al conductor. De él nada dicen. Él simplemente
observa los lugares por los que pasa, incluso decide a cuáles quiere
dirigirse y por qué camino ir. Sin embargo, debido a lo bien que
funciona el coche y su sistema de conducción y navegación y por lo
bien que éstos son explicados y conocidos, se obvia la función del
conductor, se reduce a algo accesorio, innecesario e, incluso, se
obvia su existencia. Análogo ocurre con la ciencia. Todo funciona
tan bien y se expresa tan completo ante el observador, que éste
queda relegado a un puesto sin importancia, sin lugar entre todas las
sucesos y procesos objetivos de los que él es testigo. Pero la
ciencia, por objetiva, por definición nada tiene que decir acerca
del observador.
Estas
ideas pueden ser entendidas, sin ánimo aquí de identificar unas con
otras cuando tal tarea corresponde al lector, en el marco de la
lógica debido a un detalle que expresa algo parecido a lo que aquí
se está tratando. Hace menos de un siglo, un minucioso y
extravagante personaje de visión singularmente clarividente, el
matemático Kurt Gödel pretendía determinar el sistema que
explicara completamente la lógica de las matemáticas como
finalización de la tarea que había comenzado David Hilbert.
Caprichosamente, encontró en su trabajo que tal tarea era imposible:
no difícil ni extremadamente largo, si no intrínsecamente
imposible. Como resultado de ello enunció los “Teoremas de
Incompletitud de Gödel”. Estos dos teoremas vienen a decir que los
sistemas matemáticos consistentes siempre contienen afirmaciones que
el propio sistema es incapaz de probar o desmentir y, además, tal
sistema no posee la capacidad de demostrarse a sí mismo. Los
teoremas de incompletitud formalizan el hecho de que, cuando se
elabora una demostración matemática, un proceso lógico o un
razonamiento, se construye un sistema, o conjunto, de premisas o
afirmaciones en las que unas parten de otras iniciales, llamadas
axiomas, sucedidas en relaciones lógicas hasta llegar a las que se
especifican como conclusiones, no sabiendo nunca cuáles de esas
afirmaciones son verdaderas ni cuales no lo son. Y ésta constituye
la demostración formal de la limitación intrínseca de la lógica:
la lógica gritando al hombre que no es ella quien puede afirmar su
propia verdad. Pero el hombre, más allá de las limitaciones de
ésta, percibe las evidencias, verdades que no necesitan demostración
si no que son observadas y constituyen el conocimiento inmediato e
innegable desde el cual se puede partir sin miedo al error ni a la
posibilidad de tomar algo falso por cierto, que constituyen la base
fiable que la lógica no se puede proveer a ella misma.
No
será tampoco en este texto dónde se diga que la ciencia va en
contra de la humanización del hombre, de su dignificación y
enriquecimiento, si no todo lo contrario. Pero sí pretende afirmar
que constituye una trampa, un agujero en el que el hombre tiene
tendencia a dejarse caer. En ella el hombre se adormece entre las
cosas mundanas y tangibles, distraído entre lo manifiesto y lo
explícito y es arrastrado en esa dirección si no lo contrarresta
con el impulso de buscar lo implícito, lo evidente, lo menos
tangible, que es donde se encierra, o desde donde se irradia, la
verdadera verdad de la existencia del hombre: la identidad
intrínseca. Ambas búsquedas son nobles, útiles incluso. Pero no
puede permitir el hombre que una niegue a la otra porque tiene que
hacer de él mismo lo más noble que en su mano esté y ser
responsable de no caer en errores, en distracciones que le desvíen
de lo que puede llegar a ser, porque renunciar a una de esas dos
expediciones, que curiosamente parten con direcciones opuestas,
representa una considerable merma del valor potencial del ser humano.
Una hacia lo manifiesto, y la otra hacia lo evidente, tirando ambas
fuerzas de una cuerda que el hombre no puede permitir que rompa, si
no que ha de estirarla para llegar a ambos extremos y abarcar, ahora
sí, toda la realidad.
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