A veces observamos (2)


Parte Segunda: La llama en medio de la tempestad


Sin embargo, el mundo se encuentra a media luz, algo apagado; una pizca de luminosidad inunda todo levemente, pero oscuro para la deslumbrante claridad que podría irradiar. Porque, si ya de por sí esta tímida llama es delicada y volátil, se encuentra además en medio de los vientos de la tempestad manifiesta que las rodea, en el centro de la oscuridad circundante luchando ambas para, solo una de las dos, manifestar su evidencia.

De un modo menos abstracto, se puede decir que existen en el entorno factores y aspectos que impiden, o entorpecen las observaciones que en la primera parte se señalaban o, siquiera, no facilitan o promueven la contemplación de las identidades intrínsecas de los individuos en ellos inmersos. Algunos, quizá sí empujan en esa dirección, pero su alcance es limitado, a cierto nivel se satura su capacidad de mostrar qué se lleva dentro. Estos aspectos que frenan, o no promueven, el avance y la profundización de la observación del individuo representan un coste vital importantísimo en términos de pérdida de experiencia, sensaciones y conocimiento. Entonces, al hablar de sociedades enteras, estados y culturas, estos costes vitales se suman entre sí para volverse millones de veces mayores, pero, ¿quién puede medir cuánto ha perdido una sociedad, una cultura, imaginar cómo seríamos hoy, en el año 2010, si durante mil años hubiéramos mirado dentro del hombre, más dentro, las cosas maravillosas que encerramos y las hubiéramos volcado fuera, o qué seremos dentro de quinientos años, empezando este recién nacido siglo a observar cada hombre su identidad intrínseca, cada uno de los miles de millones de personas? Quién sabe…

Si, tras leer esto, viene a tu cabeza la imagen de un mundo rico, con ciudades enormes, coches maravillosos, colonias en la Luna, trenes instantáneos, tecnología de vanguardia… de progreso de ensueño y prosperidad, es que en algún momento durante la lectura de este texto has dejado de observar su verdadera razón de ser: este texto no habla más que de la posibilidad del hombre sin frustración por la observación de lo que él mismo es y del irradiar esa identidad en lo que hace y le rodea. Y, a saber si ese mundo será mejor, si en él tendremos un mejor coche, o un trabajo excelente, o si tendremos trabajo, si quiera; lo que sí es cierto, es que será un mundo humano, construido con las verdades de los hombres que lo viven.


La religión: sólo el comienzo de lo divino

Hay quien podría afirmar que el hombre se diferenció definitivamente del resto de las especies animales cuando realizó el primer enterramiento. Antropológicamente, se considera este acontecimiento como inicio, o primera evidencia, de actitudes religiosas, y se asocia al homo neandarthalensis en lugares como en Shanidar en Irak, la Cueva de Kebara en Israel o Krapina en Croacia, hace entre 100.000 y 150.000 años. Antes de continuar, es apropiado aclarar y acordar qué significado tiene el concepto referido:
La religión es el sistema de ideas y concepciones relativas a lo divino, sobrenatural o sagrado, a las que se reconoce como externas al mundo tangible, superiores y de mayor nivel a las propias del nivel que habitamos. Es inseparable a la religión la posibilidad de acceder a ese supramundo tras finalizar la vida en éste, ya sea mediante la liberadora muerte del cuerpo material o mediante una purificación o iluminación del mismo. Es frecuente la personificación de esas ideas y concepciones en un ser, en un dios, o en varios, que recogen esas propiedades de lo divino. Además, la religión consta de aspectos cognoscitivos, que explican la realidad y el sentido de esa realidad, contextualizada en otra de mayor alcance, creadora del cosmos que al hombre alberga. Paralelamente, se adoptan sistemas de normas de carácter religioso por parte de los grupos que procesan tal fe, constituyentes de modelos morales y sociales, pudiendo penetrar éstos de un modo muy profundo en su identidad.

Éste es el primero de los aspectos o factores que arriba se referían, los cuales no facilitan la observación y manifestación de la identidad intrínseca. En concreto, la religión no impide tal observación, si no que su capacidad de mostrarla es limitada, saturándose a cierto nivel e impidiendo su superación.

La religión es una madre, y dios es un padre. El creyente es un hijo. Una madre es protectora, calma en los momentos de dolor, enseña capacidad de sacrificio realizando el suyo propio y esperando que un hijo comprenda y lo imite. Con él, se pueden alcanzar objetivos elevados, no inmediatos y de alto coste. Muestra y somete a reglas con las que se mantiene un orden, un entorno calmo y propicio para el desarrollo y pretende paz entre los hermanos para que puedan colaborar y alcanzar metas conjuntas. Además, una madre siempre es refugio para huir del miedo. Y no hay en el hombre mayor miedo que la muerte, el fin. Un padre es fuerte y poderoso, así puede proteger de lo exterior, de lo que se escapa al control y capacidad de un hijo. Contra la impotencia que provoca el destino y la incertidumbre del papel que en él tiene un hijo, está la justicia del padre, quien decide con bondad y crueldad qué corresponde a cada uno, ya sea premio al buen comportamiento, o castigo por los errores. Como creador y responsable de todos, posee legítimo derecho a exigir compromiso con su proyecto, que no es relativo a él si no en beneficio de su descendencia, a requerir crecimiento en los valores y en las virtudes de ellos, de sus hijos.

Y todo esto es maravilloso. El bien que religión y dios, en sus múltiples formas, han hecho al hombre es enorme y difícil de cuantificar. Miles de años de introspección, de búsqueda de perfección, de ambición de singularidad en el cosmos, de encontrar y promover lo beneficioso que en el ser humano se pueda esconder. Y, sobre todo, de buscar más allá de lo que se toca y se palpa todos los días, más allá de lo que se prueba, se comprueba y se demuestra, buscar allá lo transcendente, lo espiritual, que en todas las religiones es centro, fundamento y razón de ser. Pero, sin lugar a dudas, el objetivo de dos padres con respecto a su hijo es hacer de un niño una persona, ofrecer y poner en él todo lo que le convierta en el hombre capaz de encontrar en un mundo inmenso su lugar para ser algo concreto, sacarlo afuera y contribuir con ello a hacer del mundo algo mayor. Y enriquecerlo de un modo que solo los hombres y mujeres pueden hacer. Por eso, un día, el hijo saldrá de casa, y quedando atrás su padre, su madre y su infancia, mostrará al mundo lo que él es.

Con dios y la religión es análogo. Todas las virtudes que ponen en el hombre, la búsqueda de valores transcendentales, el conocimiento y desarrollo de su identidad a todos los niveles, especialmente en el más evidente y menos manifiesto: la identidad intrínseca que, en términos religiosos, puede identificarse con el alma o el espíritu, chocan en su crecimiento, antes o después, con dios y la religión. De igual forma ocurre cuando un hijo se hace persona y todo lo que él es ya no cabe en el papel de hijo, porque ya no es necesario que sus padres le digan cómo hacer esto o lo otro, ya no tienen que enseñarle quién es. Y sus reglas le oprimirán y no las podrá aceptar ya más y tendrá que gritar -“¡Soy yo, y tengo que hacerlo por mi mismo!”
Todo lo expuesto en este apartado se puede entender desde dos puntos de vista. Uno es aplicado al individuo y el otro a la sociedad o a la humanidad de forma genérica y global. Por tanto, se puede hablar no sólo de infancia y adultez para el hombre aislado, en términos de aprendizaje, capacidades adquiridas y descubrimiento de identidad, si no también para los hombres como conjunto. De este modo, se puede observar cómo hombres y sociedades se han quedado estancados en una religiosidad rica en la que han comprendido y sentido grandes y profundos aspectos de su razón de ser, con capacidad ahora de desarrollarlos apoyándose en esas creencias y dejándolas atrás. Pero también están los hombres y sociedades que, sin haber adquirido lo que los anteriores, han abandonado su entorno protector y su desarrollo inicial prematuramente como un niño se escapa de casa y queda abandonado a su suerte, sin muchas nociones claras de a dónde ir ni qué hacer ni los recursos requeridos para conseguir objetivos ambiciosos. Y existen un par de motivos para estas prematuras huidas.

El primero es debido al hecho de que el origen de la religión se encuentra relacionado muy estrechamente con la respuesta al miedo. Como se señalaba anteriormente, las primeras evidencias asociadas a comportamientos religiosos en el hombre y sus ancestros son los enterramientos. Tales ritos, se pueden entender como un modo de prolongar la existencia más allá de la muerte, de no aceptar ese singular suceso como fin y esquivar así el temor producido de imaginar lo extraño que sería “ya no existir”, utilizando el cuerpo inerte como medio físico que sostiene el aspecto transcendental de su existencia asociada, o alma, que sigue de algún modo existiendo y convierte a ese cadáver en objeto de culto y respeto. Y es lo poco que se sabe de cómo empezó todo. Así, por esta motivación de origen atribuida al miedo, a la no aceptación de un fin que se presenta tan innegable, se interpreta a la religión y a lo transcendental como engaño a uno mismo, como mentira y artificio para esquivar una realidad agria y vacía de nacer y sobrevivir hasta morir. Esa es la verdad innegable en que se fundamenta una persona o sociedad escéptica o, más convencida de ello, agnóstica, porque nunca creerá, si no que solo sabrá, aceptará lo apoyado en pruebas y sustentado por una demostración correcta. Sin embargo, no es descabellado aceptar lo que es beneficioso y humanizador, utilizarlo y aplicarlo a la persona y a la sociedad para enriquecerla y hacer de ella algo con más capacidades y una vez obtenido su beneficio, revisar la utilidad de su prolongación. Pero, aún un poco más allá, se puede entender la no aceptación de ese fin de existencia como manifestación de los aspectos transcendentales que el hombre guarda dentro, luchando por expresarse y por salir afuera para no conformarse con ese vacío de nacer y sobrevivir hasta morir. Y quién puede negar que aquel Neandertal sintió que hubo algo dentro de él que no era solo carne y pensamientos, si notó algo más de lo que él era como no sustentado por ese cuerpo ni ese intelecto y reconoció que del mismo modo ocurriría para ese compañero que había muerto cuyos restos guardó como culto y respeto a quien fue compañero y que no dejará de estar, de algún modo que no comprende, acompañándolo aún. Nadie.

El segundo es más concreto. Es debido al rechazo provocado por muchas de las cosas en que, con el paso de los tiempos, se han convertido la religión, las instituciones y las personas que la sustentan y de ella son responsables. Según el concepto de religión, el profesar una fe implica adoptar unas normas, unas reglas que derivan en modelos sociales de conducta. Lo curioso es observar que estas normas, se interpretan como mandatos del dios correspondiente, siendo, al menos algunos, obra del hombre. No constituyen, en general, modelos sociales que desemboquen en situaciones no beneficiosas para el grupo en que se aplican, pero transcurridos más o menos siglos se vuelven insostenibles al convertirse en obviedad que la justificación de ese conjunto de leyes, el mandato divino, no es el origen de tales normas, si no que son las personas e instituciones que sustentan esa religión. Y éstas, como sistema, sufren evoluciones y cambios en los objetivos que hacen a la religión divergir de la concepción inicial. Es entonces cuando lo que surgió como fuente de paz, humanismo y desarrollo interior y comunitario adopta capacidad de justificar conflictos, de constituir fuente de opresión o de convertirse en agente económico de peso global. Así, tomando consciencia personas y sociedades de estas deformaciones, resulta en muchas ocasiones irreversible desenvolucrarse de todo ese sistema que ha devenido perjudicial, podrido. Y, siempre ocurre, renegar de todo lo relacionado con la religión original y los buenos principios y caminos que en el conocimiento del hombre y su profundización emprendió.

Sin embargo ahora, con la lección de que existen cosas que transcienden lo puramente físico aprendida, convencidos de que existe lo divino, lo espiritual, es el momento de buscarlo por uno mismo porque nadie ni nada puede hacer lo que es exclusivo de la propia experiencia. Y a esto estorban todas las reglas, las ataduras, los caminos establecidos y las motivaciones y obligaciones externas para tal búsqueda, para una exploración que no tiene más fin que satisfacer la curiosidad y el hambre irresistible de conocimiento y experiencia, el expresar lo que en el hombre está encerrado, latente. Así, como cualquier expedición, es necesario emprenderla con la humilde arrogancia que todas requieren: “yo, soy débil y vulnerable frente a la grandeza de lo que me espera en ese camino y por eso requerirá un gran esfuerzo, pero soy suficientemente fuerte como para conseguirlo por mi mismo”. Aquí se encuentra la saturación de la religión en la búsqueda y manifestación de la identidad intrínseca, en el “no sin la ayuda del padre”, en el “sin la religión se está perdido”, en el ser pequeño frente al padre, insignificante respecto a lo divino, no teniendo acceso a ello por la naturaleza pecadora del hijo y en la necesidad que dios otorgue las cosas y los paraísos que la fe promete, en esperar a la muerte como fin de una existencia sucia, a desear el mañana cuando lo divino o trascendental, el alma, está aquí y ahora, al alcance de la mano.

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