A veces observamos (1)


Introducción

A veces observamos. Considero fundamental este hecho y me maravillo de que sea cierto, casi palpable. Y, por supuesto, me siento afortunado en lo más hondo de mi ser de observar. No es, en general, un hecho que haga feliz al hombre, pero lo hace humano, lo justifica y lo llena de sentido en la medida de lo posible. Al observar, se coloca a lo observado en la tercera persona, frente a nuestra mirada y nuestro entendimiento. Es entonces cuando se pone de manifiesto la existencia de la primera, el nosotros: yo. Así, cuando observo a los demás, a otros, a la sociedad, no es en esencia diferente de cuando me observo yo porque al hacerlo nos metemos a nosotros mismos en el mismo cajón que a los otros. Para expresarlo, en términos astrofísicos, sirve la analogía de lo que se denomina Principio Cosmológico, fundamental para el conocimiento del universo. Éste postula que las leyes naturales son válidas para cada punto del universo y que, por diferentes que parezcan los lugares que observamos, no ocurren cosas tan distintas de las que aquí suceden. De modo similar es aplicable a nosotros, ya que lo singular que uno mismo pueda apreciar en sí es principalmente causa de la perspectiva que de uno mismo se tiene ya que no hay diferencia esencial entre el yo y el otro. Y esto es lo que quiero señalar, que cuando se trata de los otros, no estoy, ni nadie lo está, exento en sí mismo de la observación. Por tanto, para lo que de aquí en adelante pueda señalar, es tanto acerca de mi como de cualquier otro.


Parte Primera: La llama evidente, pero no manifiesta, del ser
 
Al hablar con ellos, al escucharlos conversar o en su silencio o sus discusiones y sus vidas, observo a menudo, con agobiante frecuencia y recurrencia las tensiones en su ser, las carencias en los recursos para desarrollar relaciones con otros o con ellos mismos, las frustraciones en el transcurrir de su existencia. Con ellos me refiero a quienes me rodean. Noto sus puñetazos al aire, el ahogarse de sus gritos en el vacío inútil e, incluso, el dolor que infringe en los otros quien desesperadamente pretende huir del suyo propio. Hay quien resulta más transparente y quien menos, pero no abundan aquellos que, tras una observación un poco más detallada, no comienzan a mostrar alguno de los síntomas, como podríamos llamarlos si pudiéramos entenderlo como una enfermedad social, cosa que no creo que sea si hablamos con precisión. Quizá sí tenga a la sociedad como origen, pero no es en sí lo que se encuentra enfermo. Lo que si está claro es que toda esta tensión, estas frustraciones de los individuos que rebosan y se manifiestan y las que son intuibles en su interior, en el centro de su intimidad, están presentes en nosotros de una forma tan general que habría que pensar detenidamente si son intrínsecas al hombre, si son parte y fundamento de su naturaleza, si el hombre sigue siendo quien realmente es si se disipase su íntima frustración.

Entonces, no puedo más que preguntarme el porqué de tantos sinsentidos que me rodean, no puedo más que desear en mi interior desentrañarlos, pulverizar todo el desconocimiento que me separa de la realidad que construye estos sufrimientos que observo como quien ve un documental de sobremesa, desde el otro lado del cristal del televisor, o más bien como ver un partido de fútbol en el que el jugador, desde su desfavorecida perspectiva inmersa en el campo, a ras de suelo, recibe los gritos de cientos de miles de aficionados que le recriminan no haber pasado el balón en vez de perderlo irremediablemente. Así, la perspectiva de que disfruta quien observa desde las cámaras, desde la altura cobra una visión más amplia, más objetiva. Como mirar las calles y las ciudades en un mapa, las ideas y sus interconexiones en un esquema. Pero se suele olvidar que la tele sólo nos envía información y que no podemos revertir el sentido y voceamos más alto para ver si así nos acaba oyendo.

No es descabellado, al caer en la cuenta de que estas tensiones están de modo generalizado presentes en el hombre, pensar que son un aspecto intrínseco a él, constitutivo de su identidad. Y, en efecto, todo parece apuntar a que así es. Pero, ¿y si no lo fuera? ¿Y si no fuera más que una atrofia de un hombre que no necesita el sufrimiento para ser quien es, o quizá sea una adaptación a un entorno donde el sufrimiento tenga una función, o solamente un error en el que todos hemos tropezado? Y si fuéramos más allá nos podríamos incluso preguntar, embriagados por la brillante ilusión de estos ambiciosos cuestionamientos, ¿por qué no podrían ser todas estas tensiones y angustias hondas, simplemente la consecuencia del desconocimiento manifiesto de las evidencias que desde el centro del ser humano son capaces de irradiar la luz necesaria para eclipsar tales frustraciones? En otras palabras, considérese la posibilidad de que dentro del hombre existe la llama capaz, entre otras cosas, de arrojar luz sobre todo lo que somos y que evapore sin esfuerzo lo que en nuestro interior resulta disonante. Y no lo hace por el simple hecho de no darnos cuenta de que ahí está.

-Hola. Soy Andrés Nava Alonso, tengo 28 años, vivo en León, y trabajo en un hospital.
Hola. Me llamo Nuria Álvarez, soy de Logroño pero vivo actualmente en Bilbao. Tengo dos hijos y estoy separada desde hace tres años.”
Buenos días. Mi nombre es Miguel Valbuena y soy de Tarancón, Cuenca. Trabajo como camionero y este mes mi mujer y yo nos mudamos a la capital.”

Estas tres personas se han presentado poniendo de manifiesto los rasgos más representativos de su identidad que, de aquí en adelante referiré como identidad interpersonal, los aspectos más significativos que les definen y les distinguen de la forma más unívoca que son capaces. Porque la función de la identidad es identificar, ser compendio de características propias que diferencien del resto de modo que al conocerlas quede reconocida la persona en cuestión sin posibilidad de confundirla con otras. Éste es el concepto de identidad al que estamos acostumbrados y que utilizamos con más frecuencia. Y lo utilizamos precisamente porque es muy útil. Nombre, apellidos, numero de identidad, dirección, número de teléfono… y las cartas llegan a casa, recibe la llamada el teléfono la persona con quien queremos hablar, se ingresa el sueldo en la cuenta de la persona correspondiente y todas esas cosas que se hacen habitualmente. Con descripciones de este tipo alguien puede formar en otros una idea preliminar de sí mismo de forma rápida y directa. Esto está muy bien, pero las personas no son eso, no son sus nombres ni sus códigos ni sus fechas; por eso se buscan aspectos mucho más tangibles, más humanos, más cotidianos. A este concepto lo referiré como identidad interpersonal. Así, cuando alguien quiere abrirse a otra persona, provocar un acercamiento, muestra aspectos personales y privados, rasgos y experiencias que toma como constitutivas de lo que él o ella es, que se van almacenando y encajando de forma continua y acumulativa creando una identidad en la que la persona es el compendio de sus experiencias, preocupaciones y alegrías, con valores y personalidad propios, con su manera particular de pensar y actuar:

-Últimamente estoy algo preocupada por Javi. La profesora me dijo que realmente le costaba más que a sus compañeros y que iba a necesitar mucho esfuerzo para llegar donde el resto. Ya le hemos buscado un psicólogo. Es bastante bueno.

-Nunca se lo perdonaré. Me restregó que yo no lo apoyé lo suficiente cuando lo de su madre. No se da cuenta de todas las cosas a las que yo renuncié. Me duele, más que su egoísmo, que no quiera ver.
-Lo supe el día que todos nos dejaron solos. Yo estaba aterrado, pero empezamos a hablar y las horas se nos pasaron. Todavía no me canso de escucharte y sé que nunca lo haré. Contigo todo es distinto, más fácil.

Y la ayuda, la simpatía y el cariño o la compresión salen de las personas y fluyen, se entrelazan, retroalimentándose y construyendo un entramado que desemboca en familias, amigos y sociedades donde no había más que individuos. Pero este concepto de identidad, que llamaré identidad intrapersonal, puede ser visto también desde una perspectiva funcional en el que alguien es todas esas experiencias que lo diferencian de otros, esas formas de actuar o incluso de pensar que le caracterizan. Ahora se trata de rasgos mucho más humanos, más vivos con los que el sujeto se siente más identificado, más concreto, más él mismo. Son sus experiencias y sus valores, sus pensamientos. Pero tan pronto alguien dice ser un poco egoísta como se siente del todo generoso en el mismo día, o siente que su vida tiene sentido si dedica todo su esfuerzo a conseguir un objetivo y al año siguiente piensa lo mismo de otro objetivo totalmente distinto e incompatible. Porque todo lo que uno es, lo que se aprecia como invariable, cambia de un año para otro, de hoy para mañana igual que de ayer cambió para hoy.

Y las células se mueren para ser repuestas por otras nuevas, las preocupaciones se disuelven para dar paso a las siguientes, se abandonan convicciones para adaptar la visión a una perspectiva diferente, los recuerdos se reinterpretan cada vez que son recordados... Y si lo que uno es, es tan volátil, ¿qué eres entonces? Por tan maravillosamente evidente que es, casi nunca se cae en la cuenta. –“Soy yo, ¡yo! quien está al mando de todo esto, de toda esta vida que vivo”. Ahora, se muestran tres conceptos de identidad diferenciados que van de más explícito a más implícito, o de más manifiesto a más evidente: la identidad interpersonal, la identidad intrapersonal y la identidad intrínseca.

Es más fácil pensando en un coche. Este coche esta equipado con un mecanismo, un ordenador, un sistema, en definitiva, que conduce de forma automática y lleva al lugar seleccionado, manejando la dirección, acelerador, frenos, marchas y demás controles, analizando el entorno y adecuando las acciones para conseguir alcanzar el destino escogido. La analogía que se propone es en la que el coche es el cuerpo, lo material; el sistema de conducción es el pensamiento, la actividad intelectual. ¡Y resulta que nos pasamos el viaje pensando que el coche hace lo que quiere! No, el sistema de conducción, el piloto automático funciona tan bien se obvia que alguien se encuentra sentado en el asiento del conductor. Y de tan evidente que es, no se da cuenta el conductor que va sentado al mando, que decide a dónde viaja, que si mira por las ventanas hay un mundo entero ahí afuera para observarlo. Pero es tan hipnótico mirar la velocidad a la que vamos, el combustible que gastamos en cada momento o esperar el instante en que se cambia la marcha… que se olvida que uno mismo va viajando.

La identidad que este texto pretende referir es esa, el conductor, el viajero que se encuentra detrás, dentro de todo este sistema de carne y neuronas que sirve para ir por la vida, detrás de todos esos pensamientos que se suceden incesantemente ante el individuo, como la programación de la tele que entretiene y distrae hasta hacer olvidar la propia existencia, pero si nos detenemos a observarlos, caemos en la cuenta de la estúpida evidencia de que se es eso que los observa. Igual que tú ahora, por un instante te das cuenta de estar leyendo estas líneas. Tú.

Y esta parte del hombre tan íntima y fundamental, esta identidad exacta que permite decir “yo soy esto” de forma total y definitiva, se vuelve escurridiza, pasa desapercibida en su sencilla evidencia permanente del mismo modo que no se ve la nariz por estar tan cerca de los ojos o se olvida la respiración por estar presente en cada momento. Pero, a pesar de todo, nadie se ahoga por no prestar atención, ni deja de estar la identidad por no observarla; ni tampoco deja de gritar cuando no se la satisface. De todos modos no es sencillo hablar de ella, no existen el lenguaje o las ideas apropiadas para referirla, si no más bien se nota, se palpa y se observa sin lugar a dudas, del mismo modo que en un sueño se nota la identidad de alguien aunque tenga otra apariencia y se dice: “era mi sobrino, aunque en el sueño aparecía como un niño al que vi anoche por la tele”. Aun así, no es un problema ni algo que resulte entorpecer el hecho de no disponer de tales ideas para hablar de esta identidad intrínseca, pues no es algo que se necesite comprender del modo al que se está acostumbrado, clasificándola, analizando y descomponiendo en partes como se hace al entender cualquier concepto o sistema. Al contrario, es mucho mas fácil que todo eso: no hay nada que comprender en el “yo soy”, solo hace falta darse cuenta. Y esta simple evidencia es la llama existente en el hombre capaz de iluminar todo lo que en él se encuentra, que este texto refería anteriormente. Al fin y al cabo, como dice al principio, todo es cuestión de observar, detenidamente y cuanto más permanentemente mejor, eso que uno mismo es, esa identidad intrínseca del “yo soy”. Y desde ella, todo lo que rodea, todo lo que se hace y sucede. Así, desde esta doble forma de observar, es desde donde “ser” irradia la luz que ilumina toda la frustración y el sufrimiento del que este texto habla, que resulta disonante en el hombre y que, aun dudando incluso si es parte irrenunciable del mismo, es tan sencillo apartarla como soplar la ceniza del cenicero, tan sencillo de derrumbar como mirarlo y caer en la cuenta de que es mentira. Por eso, se detallan a continuación las dos sencillas observaciones.

La primera observación es hacia uno mismo, en todo su espectro, de lo más manifiesto, que es la identidad interpersonal constituida por los datos, las fechas, el cuerpo, la voz, los ojos… hasta lo menos manifiesto y más evidente, que es la identidad intrínseca, lo íntimo, lo que no se sabe describir, si no que se experimenta, se palpa innegablemente: la identidad, el alma, la consciencia, el yo. No hay que realizar esfuerzo, ni requiere capacidad intelectual o ser una persona especial o singular porque es sólo observar, notar, darse cuenta. Y esto es absolutamente incompatible con el sufrimiento, con la frustración, que son la manifestación del vacío y la incoherencia. Y darse cuenta de la propia existencia es observar ese ser completo, sin incoherencia posible de estar y ser, de palpar el instante, el lugar y la identidad que habitamos. Que es lo contrario de no estar ni ser, de la muerte. Por eso, cada instante que se observa esto, es estar vivo, lleno.

Hay una segunda observación, en la que las circunstancias rodean al individuo, a su identidad intrínseca, de la relación del individuo con esas circunstancias. Y la gracia es hacerlo desde la distancia, observando la primera persona que observa y la tercera persona que es lejana, pequeña e insignificante como lo son todas esas grandes cosas que rodean, pero que, de lejos, ya se han vuelto pequeñas, poco relevantes y claras como un país entero se mira entre muchos otros en un mapamundi y las ideas se muestran sencillas en sus interrelaciones en un esquema. Es entonces cuando se puede caer en la cuenta de que la relación de uno mismo con el mundo es fruto de lo que uno mismo es: que la identidad se expresa en medio del entorno circundante sin que nada ni nadie lo pueda impedir, por lo que no somos lo que hacemos, si no que hacemos lo que somos. Así, esta segunda observación resulta también incompatible con la frustración fundamental de que las cosas no sean como uno quiera, porque es una mentira, un echar la culpa de lo que no encaja a otros, a las circunstancias, un victimismo vacío de no observar la responsabilidad, pero tampoco el poder y la libertad de, con las limitaciones del cuerpo, de la capacidad intelectual, del tiempo y del espacio, decidir sobre el curso de la existencia y de ver la situación actual como fruto de la expresión del “yo” hace un rato o unos años. Como ocurre con el coche con piloto automático que anteriormente se describió: si no te gusta el camino, no culpes al coche por llevarte por él; él se dirige a donde tú le pides. Tú conduces, ¡y puedes ir donde quieras!

Éstas son las evidencias latentes en el hombre que hacen esfumar sus disonancias, pues no son más que mentiras, fruto de vivir muerto, de dormir los días que se encadenan sin sentido hasta pudrir por dentro a una persona que olvidó que hoy, este momento, es su mejor momento y, sin embargo, un día se levantó en una vida extraña a la que no sabe cómo fue a parar. Porque no se dio cuenta de quién es y de todo lo irrenunciablemente suyo que pudo sacar a fuera y gritarlo al mundo: “¡Soy yo, estoy vivo y este momento me pertenece!” No conozco nada más maravilloso, más universal, más innegable.


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