No sabía cuánto había permanecido en aquel mar. Mi lugar no era aquel, sin duda. El agua plana, circular a través de un horizonte perfecto resultaba, por ilimitada, más parecida a una cárcel para mí. Así es para personas como yo, que pertenecemos a las montañas, a los ríos tortuosos y a los bosques de robles silenciosos y arces de colores innumerables donde los rincones, las cumbres y las formas revelan su mapa a los que llevan en sus zapatos el polvo de esos caminos. El tiempo lleva un ritmo extraño desde entonces, pero no se empolva la visión y la certeza de aquel instante en el que, como testigo del comienzo del universo, me encontré frente a mi destino en los ojos de la mujer que amo. Resulta desconcertante navegar por un lugar así, en el que los límites se vencen justo en el momento de nacer y, por perfecto, es inmóvil, y el fondo quizás no exista. En especial para las gentes como yo, que solo comprendemos la vida como lucha contra los límites, y la fuerza tiene sentido porque hay
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